domingo, 3 de enero de 2010

Segunda Oportunidad - Capítulo 1

Abrió los ojos, la luz le cegó un momento y le obligó a cubrirse los ojos con una mano, fue entonces que notó los vendajes alrededor de su muñeca. Se incorporó con dificultad y sintió un dolor punzante en el costado izquierdo. Gran parte de su cuerpo desnudo llevaba vendajes, incluido su abdomen, su pecho, su cuello, su muñeca derecha y su hombro izquierdo que le impedía mover el brazo. Volvió a llevar su mano derecha a su cabeza y sólo entonces se percató de que también su ojo izquierdo estaba cubierto con vendajes.

Miró a su alrededor, estaba en una habitación pequeña, ¿cómo se llamaba a ese tipo de lugares? Ah, sí, era una buhardilla en un ático y, sin embargo, parecía ser una casa completa aunque la pintura lila se estuviera cayendo de las paredes y los pocos muebles que había eran viejos y destartalados, olía a limpio. Aún tenía la vista un poco nublada pero pudo identificar una cómoda apolillada al lado de la cama y una estufa vieja en el rincón más alejado. Se frotó el ojo un poco y gruñó levemente. Escuchó un gemido como un sobresalto y miró en todas direcciones hasta enfocar a una niña pequeña, rondaría los 10 años, se acercó a la única ventana justo frente a la cama y abrió las cortinas.

Él se aclaró la garganta y ella sonrió acercándose a trompicones hasta poner sus manitas sobre la cama y seguir la línea hasta tocar su abdomen.

— Está despierto. — Murmuró ella. — Mamá dijo que no debía levantarse.

Él le tomó la manita.

— Lo siento. — Sonrió. — ¿Cómo te llamas, pequeña?

— Marisa. — Dijo fijando sus tiernos ojitos en algún punto en la nada con dirección del rostro de él.

— Marisa… es un lindo nombre.

— Gracias. — Sonrió. — Mamá dice que es el nombre que le gustaba a papá.

— Pues tu papá tiene buen gusto. — La miró un momento. Había algo familiar en esa niña, quizá la mirada ausente de una mezcla color verde y miel, su piel pálida o sus cabellos castaños ensortijados y rebeldes, sólo que no estaba seguro el qué. — ¿Dónde están tus papás ahora?

La niña parpadeó.

— Mamá trabaja como doncella en la casa grande, volverá cuando el reloj cante las once de la noche. — Señaló un desvencijado cucú que pendía de la pared a la derecha de ella, contra la cual se apoyaba la cabecera de la cama.

— Ya veo… ¿y tu papá?

Marisa se quedó sin expresión un momento y enseguida sonrió.

— Él está explorando las estrellas.

— ¿Explorando las estrellas?

— Sí, — los ojitos ausentes se llenaron del brillo de la alegría. — él es capitán de un barco que viaja por las estrellas en busca de un gran tesoro.

— Entiendo…

— ¿Tiene hambre? Mamá dijo que seguro tendría hambre cuando despertara así que trajo unos bollos de la casa grande, están deliciosos, ella siempre hornea cosas deliciosas. — Caminó a tientas acercándose a la cómoda para llevar el plato con bollos hasta él.

— Gracias. — Tomó uno de los bollos y lo probó. — Tenías razón, están muy ricos. — Le tomó el plato y lo dejó en la cama. — Marisa, hay algo que quiero preguntarte pero no quisiera que te sintieras mal…

— ¿Uhm? — Intuitiva sonrió con suavidad. — Mamá dijo que usted preguntaría por mi ceguera. No me duele, he sido así siempre y mamá me enseña a cuidarme sola.

— Tu mamá hace bien al enseñarte.

— Bueno, no hay mucho qué hacer aquí. — suspiró sin estar segura de cómo entretener al hombre hasta la llegada de su madre, había escuchado al reloj cantar las seis de la tarde y restaban todavía muchas horas.

— ¿Qué haces tú para entretenerte?

— Me quedo a escuchar los sonidos de la calle que llegan por la ventana.

— Entonces escuchémoslos juntos, ¿te parece bien?

— De acuerdo. — Marisa caminó hasta la ventana y la abrió con cuidado dejando que el bullicio entrara.

— Pequeña, ¿tienen algo de ropa que puedan prestarme?

— Oh, cierto, mamá puso su ropa en un cajón pero no recuerdo cuál…  — Llegó a la cómoda y abrió el tercer cajón grande, el último de la cómoda y palpó las telas, eran suaves y delicadas así que supuso que no era el correcto y lo volvió a cerrar.

Él, al ver las prendas delicadas que eran de la madre de la niña, decidió que sería mejor ayudarla y abrió el segundo cajón apartando a la niña.

— Aquí está. Gracias.

— Qué bueno que la ha encontrado, me preocupaba no saber dónde estaba.

El hombre se vistió con cuidado mientras la niña estaba sentada frente a la ventana escuchando los sonidos de la calle.

Al poco rato los dos estaban sentados juntos en el único par de sillas que había, él con los ojos cerrados mientras ella le enseñaba a memorizar los sonidos.

— ¿Escucha? Eso es una camada de gatitos, mamá les lleva leche por las mañanas. El casero no nos deja tenerlos aquí pero mamá siempre le insiste. Ella es muy buena.

— Me imagino. ¿Cómo fue que me trajeron aquí?

— No estoy segura, hace varios días mamá llegó aquí como de costumbre en la noche pero con ella venían más personas… hombres, como dos o tres, no me acuerdo bien pero no querían que nadie hiciera ruido. Mamá les dijo que ella lo cuidaría, que debían irse antes de que el casero lo supiera. — Guardó silencio de repente y puso su índice contra su boca para mantener en silencio al hombre.

Tocaron la puerta.

— Señorita Springmoon, ¿está todo bien?

— Sí, lamento haber sido tan ruidosa.

— Bien.

Se escucharon pasos alejarse.

— ¿Quién era? — Murmuró él.

— El casero. Le pidió a mamá que yo no hiciera ruido, no permiten niños aquí.

— Ya veo. ¿Springmoon es tu apellido?

—Sí. Bueno, es el apellido de soltera de mamá, ella da ese apellido porque dice que es más fácil ser fuerte así.

— ¿Cuál es el apellido de tu papá?

— No lo sé, nunca le he preguntado a mamá.

— Entiendo.

— Oh, las mujeres que viven en el edificio han comenzado a regresar.

— ¿Las escuchas? Yo no distingo los sonidos si no las veo. — Se asomó y vio a un hombre entrar en el edificio acompañado por dos prostitutas. Supuso que no era un buen tema así que se centró en los sonidos de las aves.

Pasaron largo rato charlando sobre los sonidos de la calle y de cómo cambiaban del día a la noche.

 

El cucú cantó las once de la noche y al poco tiempo la puerta se abrió dejando entrar a una mujer joven vestida como una elegante doncella.

— Marisa, ya estoy en casa. — Habló al tiempo que entraba rápidamente y cerraba tras de sí cargando una canasta con víveres.

Él se acercó y le tomó la canasta y la mujer se sobresaltó al verlo de pie, consiente.

— Mamá, despertó esta tarde, le dije que habías dicho que no se levantara pero no le importó. — Mientras Marisa se excusaba, su madre no podía apartar la mirada de aquel hombre, eran tan exquisitamente masculino que le había robado el aliento.

— Disculpe, no quise desobedecer pero estaba cansado de estar acostado. Marisa me dio uno bollos, espero no le moleste que los acabáramos.

— No se preocupe. — Recuperó la canasta y la puso sobre la estufa para mirar mejor su contenido y evaluar lo que hacer, no tenía contemplado que su invitado, si podía llamarle así, despertara ese día y sólo había traído la cena que había preparado en la casa grande  para ella y para Marisa. ¿Qué más daba quedarse sin cenar una noche? Ella podía con eso así que sacó un par de platos y sirvió el guisado a partes iguales junto con una papa al horno que partió a la mitad también.

— Señora Springmoon…

La mujer lo miró fijamente, sobresaltada por escucharle ese apellido a él.

— ¿Marisa le ha dicho mi nombre?

— No, sólo su apellido.

— Bueno, ¿cuál es el suyo?

De pronto él se quedó en silencio y trató de recordar pero no había nada en su mente. Nada.

La joven madre pareció comprender la situación y le acercó un plato a él.

— Debe comer bien ahora que está despierto. — Sonrió con ternura. — Lamento que no sea mucho, es todo lo que he podido traer hoy.

Él tomó el plato y miró la comida, lucía deliciosa y olía aún mejor. La mujer puso la almohada en el piso y sentó a su hija allí acercando una silla y dejándole el plato sobre ella. La pequeña Marisa comenzó a comer apenas encontró el tenedor que su madre le extendía.

La señora Springmoon tomó al hombre por el brazo y lo obligó a sentarse en la cama. Acercó la otra silla y le tomó el plato para enseguida acercarle un pedazo de carne con el tenedor.

— No tiene que hacer eso, yo puedo.

— Me temo que no lo creo. Su brazo no está bien y no quiero que se lastime. Ande, coma un poco.

 

Luego de la cena, la mujer había cambiado las sábanas para que la pequeña Marisa se pudiera acostar a dormir.

— Señora, le agradezco todas sus atenciones durante este tiempo que he estado inconsciente.

— ¡Santo Dios! No pensará irse ahora, ¿o sí? — Habló ella mientras lavaba los platos en una pequeña cubeta con agua limpia. — Es importante que descanse.

— Cierto es que no quisiera irme pero me estoy encariñando de su hija, es una niña muy inteligente… Me gustaría tener una hija como ella.

La mujer sonrió.

— ¿Tiene miedo de querer a alguien?

— Podría decirse que sí. — hizo una pausa. — No sé quién soy, no sé por qué me trajeron aquí y esperaba que usted pudiera responder a algunas de mis dudas.

— Me temo que no, yo tampoco sé quién es usted, ni sé bien por qué lo trajeron hasta aquí pero quiero creer que pronto vendrá alguien a por usted. — Lo miró, él la miraba también, esperando que le pudiera contar un poco más. — Unos hombres lo traían cargando cuando yo llegué al edificio hace un par de noches, usted estaba muy mal herido y escuché que si no lo atendían moriría. Detuve a los hombres y les pedí que lo subieran. Así fue. Pero de cómo fue que lo hirieron o por qué, la verdad no sé nada.

El silencio de la habitación dio paso a los sonidos de las risas de las prostitutas y las peleas de borrachos que solía haber en el edificio y en las calles aledañas, después de todo, era un barrio bajo.

— Le agradezco mucho…

— Ya no diga más, todavía no he hecho nada por usted.

— Me salvó la vida.

— Yo sólo lo cuidé y lo seguiré haciendo hasta que esté listo para valerse por sí mismo.

— Como los gatitos de allá abajo, ¿no?

Ella se sintió herida ante el comentario y bajó la mirada como hacía las raras veces en que cometía una falta frente a la familia a la que servía.

— Lo siento, — se disculpó él y se acercó a abrazarla. — mi lady, no debía hablarle de esa manera.

La sintió arremolinarse contra su pecho. Su calor y su aroma delicado lo estaban atrapando.

— Es hora de dormir. — murmuró ella sin muchas ganas de seguir sus propias palabras.

— Lo sé…

Él levantó el rostro de ella y se acercó lentamente a esos hermosos labios entreabiertos.

Ella lo empujó con suavidad y se apresuró a extender una manta en el piso, abrazó a Marisa y la bajó a la manta arropándola con una capa negra.

— Usted debe descansar. — Decía mientras arreglaba la cama. — ¡Listo! — lo tomó por el brazo y lo obligó a sentarse en la cama.

— No voy a dormir aquí.

— Sí lo hará.

— No dejaré que Marisa duerma en el piso, además ¿dónde dormirá usted?

— Junto a mi hija. Usted no se preocupe, nosotras estamos acostumbradas a dormir así. Acuéstese y mire hacia la pared, yo debo ponerme el pijama.

El hombre, sin más remedio, hizo lo que ella le pedía.

 

—Buenas noches.

Se giró al escucharla y ella apagó la vela dejándolo a ciegas.

— No quiero dormir en la cama sabiendo que ustedes duermen en el piso.

— Es un hombre muy amable y con eso me basta, no preocupe, por favor. Le prometo que no será por mucho tiempo.

— Mañana serán ustedes quienes duerman en la cama.

— ¿Es eso una amenaza?

— No, es sólo una afirmación.

— Ya veremos… Por ahora descanse.

 

 

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¿Qué tal? Me he decidido a traerles una historia que publicaré en Ángel de Biblioteca, a ver qué tal les parece, me gustaría que dejaran comentarios para ver qué tal voy. Aún falta mucho por desvelar pero espero, de hecho, arreglar las cosas y cerrarlo en el siguiente capítulo para que no tengan que esperar tanto.

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